Al cabo de un tiempo que pareció eterno y a la vez
efímero, fuimos conscientes de que ya era el momento de levantarse, lavarse la
cara surcada de lágrimas e ir a casa.
Con pasos vacilantes, nos encaminamos hacia nuestros
respectivos hogares. Al cruzar el umbral de la casa de tía Julianne, noté el
nudo en la garganta formándose de nuevo, pero ya no sentía el peso de mis
lágrimas en los parpados.
Al verme, Tom se levantó de un salto de nuestro pequeño
sillón y vino corriendo a abrazarme.
-¿Cómo está Susie? –dijo, con la cara aplastada contra mi
pecho.
-Estupendamente. – mentí con desenvoltura.
Tom me miró con escepticismo, pero no dijo nada.
Julianne carraspeó la garganta, observó su reloj de
pulsera y con la voz distorsionada por el miedo y la pena, susurró:
-Es la hora.
Eran las doce del mediodía cuando nos adentramos en la
gran sala de actos de nuestra pequeña ciudad. La sala bastaba para albergar a
las poco más de dos mil personas a las que se les permitía estar presentes
durante la ceremonia, solo los adolescentes de diecisiete años y sus familiares
más cercanos. Por suerte, tanto Tom como tía Julianne tenían autorizada la
entrada.
Al llegar a la puerta, unos enormes nervios anidaron en
mi estómago, aumentando mí ya de por si precario estado. Había dispuestas dos
filas delante de las dos puertas de entrada que tenía la sala de actos. Me giré
hacia mi familia, mi única familia, con las pupilas dilatadas a causa del
pánico. Aquella no podía ser la última vez que los viese, no podía permitir que
ese fuese el recuerdo final que tuviesen de mí. Así que me serené, me sequé las
manos sudadas en la falda del vestido y cuadre los hombros. Primero me giré
hacia Tom, lo abracé y lo apreté contra mi pecho durante un tiempo que me
pareció demasiado corto. Luego me giré hacia tía Julianne, que volvía a tener
los ojos vidriosos. Clavé toda mi atención en sus pupilas, obligándola a no
apartar la mirada. La cogí por el codo y nos alejé a ambas un poco de Tom.
-Prométeme que pase lo que pase, cuidarás de él. No
puedes llorar delante de él, no puedes apenarte, no puedes dejarte ir cuando
envíen mis restos incinerados en una cajita de cartón. ¡Debes continuar, por él,
por mí!
Por primera vez en la vida me pareció atisbar restos de
coraje en los ojos de tía Julianne, y estuve convencida de que Tom estaría a
salvo.
-Muchísimas gracias por todo lo que has hecho por mí –
continué – has sido como una madre para ambos.
- Oh vamos cariño, no todo el mundo muere en las
fronteras. – respondió, intentando guiñarme un ojo y dedicarme su mejor sonrisa.
Me dirigí hacia mi fila cabizbaja. Uno a uno, todos los
adolescentes de diecisiete años de la ciudad fuimos entrando en la gran sala.
Al pasar por las puertas, dos mujeres de mirada triste me preguntaron el nombre
completo, me cogieron muestras de sangre pinchándome con una aguja en el dedo y
anotaron ciertas informaciones en sus cuadernos. A ninguna de las dos parecía
gustarle demasiado ese trabajo.
Al poner un pie en el colosal teatro, me quedé sin
aliento en medio de una exhalación. El gran recinto estaba atestado de gente,
en su mayoría compañeros de clase. Reconocí a algunos, como Jessica Malow, que
estaba en mi clase de Historia de la Patria, o Gerrard Owen, contra el que
había peleado más de una vez en Combate. Hice una rápida aproximación, de los
mil adolescentes que había en aquella sala, unos ochocientos cincuenta no
volverían nunca más a casa. Al menos, vivos.
Seguí la fila interminable de chicos, y no pude evitar
buscar con la mirada a Susie, sin embargo, el salón estaba tan atestada de
gente que no la encontré. Me senté en la butaca que me habían asignado, y
esperé. Cada vez me iba poniendo más nerviosa, pero intentaba disimularlo.
Sabía que Tom y tía Julianne estarían mirando, y no quería contagiarles mi
nerviosismo.
Al final de un tiempo que me pareció eterno, subió al
escenario un hombre bajito, calvo y más bien feo. El poco pelo que le quedaba
debió de ser castaño, pero de eso hacía mucho tiempo. Sus diminutos ojos
brillaban de forma extraña, protegidos tras unas enormes gafas que le conferían
un aspecto simiesco. Su abultada barriga era un insulto para la mayoría de los
que estábamos en la sala, porque a casi todos nos faltaban quilos y se nos
marcaban demasiado las costillas.
El hombrecillo se aclaró la garganta de forma estridente
y empezó hablar con voz nasal.
-Buenos días, damas y caballeros. Soy Cesar Fintelmann. –paseó
la mirada por la sala. – Como ya saben, - continuó – estamos aquí para celebrar
la ceremonia de Emancipación, en la que nuestros valientes jóvenes conocerán
por fin el destino en el que deben cumplir su deber, proteger las Fronteras
para así asegurar la continuidad de nuestra Región.
Sus palabras me resultaban inconexas. Todo lo que Cesar
nos estaba diciendo ya lo conocíamos de antemano. Nos educaban desde los seis
años para creer eso, para que aceptásemos que nuestro destino era luchar y
morir por el bien de la Región.
-Como ya saben, soy el dirigente de esta ciudad –
prosiguió – “¿Y por qué es usted?” Se preguntaran. Bien, esto es así porque mis
antepasados más lejanos lucharon por esta ciudad, la fundaron y la protegieron,
defendiéndola de las amenazas exteriores. El deber que ellos cumplieron en el pasado,
recae hoy sobre mí.
Todos los presentes mirábamos al hombrecillo con rostros
fríos, impersonales. Nadie quería oír esa sarta de mentiras. Simplemente
queríamos conocer nuestro destino e irnos a despedirnos por última vez de
nuestras familias.
Cesar se quedó mirándonos, supongo que esperaba que
aplaudiésemos su discurso de apertura, pero nadie lo hizo. Al darse cuenta,
prosiguió.
-A continuación, me dispongo a leer las zonas a las que
han sido asignadas cada uno de nuestros valerosos combatientes.
Se secó el sudor de la frente con un pañuelo que apretaba
en el puño derecho.
Como la lista era muy larga, aquello podía durar varias
horas. Además, era de las últimas, porque mi apellido era Simmons.
Cuando, después de una larga sucesión de nombres que me
resultaban vagamente familiares, llegaron a la M, empecé a prestar atención.
-Jessica Malow, Jonpa.
Intenté que mi rostro no se alterase demasiado, pero no
lo conseguí. Jonpa era uno de los lugares más peligrosos de las Fronteras. Allí
es donde había muerto la madre de Susie. Me apené muchísimo por Jessica. La
chica era bajita, casi tanto como Susie. Tenía un corto cabello castaño y unos
ojos del mismo color. Tal vez no habíamos intercambiado nunca más de tres
frases seguidas, pero aun así sabía que era huérfana y que tenía un hermano,
Jake, de seis años.
El hombrecillo prosiguió, como si no estuviese diciendo
el lugar de defunción de unos jóvenes inocentes.
-Joannah Mason, Catxes. –Otro nombre, otra puñalada. –
Peter Northon, Wasvel.
Decidí que era el momento de desconectar del mundo,
apagar mis sentidos y pensar en bonitos paisajes que tal vez después podría
dibujar. Estaba enfrascada en aquella experiencia cuando noté un lloriqueo
incesante tras de mí. Al girarme oí la voz nasal de Cesar diciendo:
-Gerrard Owen, Lothen. – entonces me di cuenta de que la
que lloraba era Jessica, que estaba sentada dos filas detrás de mí, abrazándose
las rodillas con fuerza.
Estaba tan ensimismada en la pena que desprendía Jessica
que cuando escuché mi nombre en boca de Cesar, me pareció irreal.
-Molly Simmons, Jonpa.
Otro nombre, otra puñalada.
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